Agüera: Año cero
Casiano López Pacheco – Octubre 2012
Desde luego, no es tan arriesgado como tirarse a 39.068 pies de altura en caída libre- hazaña sobrenatural recién culminada por un intrépido aventurero- pero un lienzo en blanco tampoco es moco de pavo, al menos para los entendidos. Luego entonces, veinte telas de gran formato, inmaculadamente vírgenes implican algo más que un reto y si ese desafío se va a realizar con espectadores fortuitos y espontáneos que pueden asistir en función de su agenda al mágico milagro de la creación, sin duda, la expectación crecerá y generará comentarios de todo signo.
Y es que el blanco es un color perturbador, demoledor. Igual que una onda sísmica arrasa con lo que encuentra a su paso, el blanco ciega por su potente luminosidad cualquier obstáculo que se le interponga, con la devastación que irradia el fulgor de la nada provoca que pocos pintores aguanten durante algún tiempo un pulso de tamaña magnitud.
Un desequilibrio que se torna ventaja indiscutible cuando el artista tiene ya en mente la idea, la semilla de la que va a brotar la forma o su ausencia que sepultará y exiliará esa nívea blancura resplandeciente, reduciéndola a sólo unos retazos imprescindibles o la definitiva postergación.
De las manos del creador- una diestra prolongación de su cerebro, una extensión sensible de su receptividad- surge el inédito y sorprendente proceso que culminará en la nueva obra que se abre paso, entre el gozo y el dolor hacía nosotros. Tan extraordinario como el milagro de la vida que nos rodea. Tan incomprensible, también.
A esta fiesta, a este parto natural está invitado en esta ocasión, excepcionalmente, un público anónimo que puede escoger entre asistir o no a ese nacimiento artístico y que por esta vez no se limitará a contemplar los trabajos cuando ya estén acabados, como suele ser lo habitual.
Lo increíble es que ahora puede estar desde el principio en un suceso que le está generalmente vedado, porque casi siempre ocurre en la intimidad del estudio- un espacio sagrado y prohibido, donde cada pintor ejerce su particular hegemonía y su dominio, sin compartir con nadie lo que ocurre intra muros. Como en los ritos del amor, nadie comparte su intimidad, preservándola de miradas indiscretas.
Sí, invitado a un banquete de los sentidos, en el que el trazo y el color construirán la urdimbre y la trama de un sueño esquivo de cazar, que bien puede ser un río- el río de los días que nos arrastra- un rincón de una maravilla como el pueblo de Ubrique o el nacido fruto de una imaginación fecunda; un desnudo de mujer- que es como decir la VIDA – o un autorretrato del pintor, del artista solitario que rumia callado el desgaste de las horas y que desafía al tiempo mostrando el secreto oculto de sus obras.
Como el seno deseado de una muchacha entrevisto un segundo fugaz, anuncio de una primavera gozosa, grabándose para siempre en la memoria. Y es que se puede empezar por el principio o por final.
Agüera, Antonio, ha escogido el camino inverso. Desandar lo andado colocando ante nosotros como punto de partida el blanco avasallante de sus lienzos desnudos, que sólo el transcurso de los días irá llenando de contenido y del pálpito de las cosas vivas. Agüera en el Convento de Capuchinos. Como un monje dedicado a sus quehaceres, retirado del mundanal ruido, en el silencio del Claustro y entre pinturas, medita.
Si tienen tiempo, no se lo pierdan y suban a ese paraíso felizmente encontrado que es Convento, al menos, una vez.
Cuaderno de Campo