José Antonio Martel Guerrero
Lo importante
Al pintor José Antonio Martel (Ubrique, 1965) podrían aplicársele los versos que el poeta cordobés Pablo García Baena dedicó a su paisano Julio Romero de Torres: “La pintura era fauves, era Kandinsky, era Giorgio de Chirico. / Pero él era sólo su ciudad y le bastaba…”. A José Antonio Martel le bastan sus pueblos (su Ubrique natal, tan recóndito y secreto, pese a su aparente cosmopolitismo comercial; Benaocaz, donde vive; Grazalema, como compendio de luces y formas de la sierra, etc.) y su paisaje, con los que ha cerrado un pacto de mutua fidelidad artística y sentimental. A ese pacto se debe el que este pintor de natural colorista, formado en la estela que el impresionismo tardío de Pierre de Matheu dejó en la sierra de Cádiz, haya depurado progresivamente su paleta hasta adaptarla a la gama estricta de la luz en los lugares y motivos que ha elegido como modelos; y también, el que su imaginación desbordante y su talante inquieto hayan tenido a bien atenerse a un repertorio paisajístico y humano muy concreto, el de su entorno inmediato, que él aborda según los métodos del realismo más estricto. Eso es José Antonio Martel a sus cuarenta y tres años: un pintor fiel a la realidad, que después de medir sus armas en muchos campos y estilos, ha optado por el único que le plantea verdaderos retos y enigmas. Lo otro, él lo sabe bien, es un puro juego, al que cabe entregarse por diversión, por frivolidad o por simple incapacidad para abordar lo realmente importante. Y lo importante es eso: el misterio de la luz sobre una pared encalada, la confusión de nubes y montañas en el horizonte de un día de lluvia, el imposible escorzo de una espadaña vista desde un callejón hondo. No hay cuadro de Martel que no plantee un reto técnico de difícil resolución. Y no por un afán de virtuosismo o pintoresquismo, sino porque ésos son los misterios que la realidad plantea a quien la mira con los ojos bien abiertos.
Por eso conviene abrirlos bien también para mirar sus cuadros. El hombre apresurado, el que se atiene a la “actualidad” artística que sirven las páginas de arte de los periódicos, y opina en función de lo que se estila en cada momento, tiene poco que hacer ante la pintura de Martel. No verá en ella más que costumbrismo y paisajismo, y la voluntaria limitación de su universo temático le parecerá una imperdonable falta de mundo y perspectivas. No creo que a Martel le preocupen esa clase de reacciones: de lo contrario, lo tendríamos, como a tantos otros, de aquí para allá, intentando vender su mercancía en los zocos de moda. A él no le hace falta. A él le basta su mundo propio, su casa/estudio de Benaocaz (que es un verdadero museo vivo y, quizá, el mayor activo cultural del pueblo), su huerta, su gusto por los placeres sencillos, su curiosidad insaciable y un tanto dispersa, que sólo parece replegarse sobre sí misma en el momento supremo de la pintura…
Porque si no fuera por ella, por la ocasión que le brinda de mirar las cosas con calma y averiguarles el misterio, mucho nos tememos que Martel se liaría la manta a la cabeza y se echaría a andar por esos caminos de la sierra que tanto le tientan, y en los que tan fácil es perderse, y por los que, con un poco de paciencia, puede llegarse a cualquier parte. O a ninguna.
José Manuel Benítez Ariza